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Breve historia de la Gastronomía Capitalina.

Segunda Parte.

Escamoles a la mantequilla.
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Conferencia dictada por: Jorge Pedro Uribe Llamas

Dejemos que sea el asombrado Hernán Cortes quien describa el mercado de Tlatelolco, el más célebre y grande de los aztecas y cuyos ecos siguen siendo vigentes en los más de trescientos mercados públicos que actualmente tenemos en la Ciudad de México. Dice Cortes: “Hay calle de caza, donde venden gallinas, perdices, codornices, tórtolas, palomas, papagayos… Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños, que crían para comer, castrados. Hay calle de herbolarios, donde hay todas las raíces y yerbas medicinales que en la tierra se hallan. Hay cebollas, berros, cerezas y ciruelas que son semejantes a las de España. Venden miel de abeja. Venden maíz en grano. Venden pasteles de ave y empanadas de pescado. Venden mucho pescado fresco y salado, crudo y guisado. Venden huevos de gallina, venden tortillas de huevo hechas”, etcétera. El jesuita Francisco Clavijero, en cambio, no es tan entusiasta y escribe en el siglo XVIII: “Es de admirar que los mexicanos no estuviesen sujetos a muchas enfermedades, considerada la calidad de sus alimentos. Comen raíces, sabandijas del agua, hormigas, moscas y huevecillos de insectos: pescaban tantos que las molían y cocían en agua envueltas en hojas de maíz. Comían no solamente de las cosas vivientes, sino aun de cierta sustancia limosa que sobrenada en el lago, la cual recogían, secaban un poco al sol y hacían unas tortas que guardaban para que les sirviese de queso, cuyo sabor remeda”. Y habla además de las semillas, como el muy nutritivo amaranto, que ya se comían los aztecas con miel, como hacemos nosotros con las alegrías, y menciona el atole, calificándolo de “insípido”. No hay que olvidar que muchas veces para un extranjero las delicias de nuestra patria, vendedora de chía, picadura de ajonjolí, pueden resultar difíciles de disfrutar al principio, como le pasa a George Ward en los años veinte del siglo XIX, quien asegura: “El maíz tiene un sabor desagradable, por lo que, si agregamos lo extremadamente picante del chile, se requiere algún tiempo para acostumbrarse”. Pero eso sí: el viajero ingles también describe con deleite las frutas y asegura que el pulque es más sabrosa en el lugar en que se prepara, antes de ser transportado hacia la capital, cuando su sabor ya es otro.

                Pensemos ahora en esos extranjeros fascinantes que se acaban mezclando con los mesoamericanos, provocando el nacimiento del pueblo mexicano. Nos referimos, por supuesto, a los españoles del siglo XVI. ¿Qué comían los conquistadores y de que maneras se fueron integrando sus comidas a las que ya existían aquí y viceversa? Pensemos en el tomate y la papa, fundamentales para las dietas europeas de hoy. O el frijol, rico en hierro y sabor. O el boato de los banquetes de Moctezuma II, que acostumbraba comer […] comer muy bien en sus pueblos, y podemos darnos una idea en la novela La lozana andaluza: fideos, empanadillas, garbanzos, arroz, albondiguillas redondas, hojaldres… Platillos que no distan mucho de lo que actualmente se consume en cualquier fonda de la Ciudad de México. Solo que sin el rico picante ni las ricas tortillas, estas últimas aportación de los tlaxcaltecas (tlaxcalli significa tortilla). Los tlaxcaltecas compartían con los méxicas el cultivo, muy prospero, de huazontles (quinoa y epazote son huazontles).

                Pero volvamos a la Conquista, episodio histórico en el que se juntan el hambre y las ganas de comer, como quien dice, y en el que surge un descubrimiento mutuo digno de los relatos de Marco Polo,  pero también de las novelas caballerescas del Renacimiento español. Lo que hoy equivaldría a viajar a otro planeta y encontrarlo habitado y probar sus delicias y mezclarlas con las nuestras. El puerco es bastante bien recibido en Tenochtitlan, lo mismo que la leche de vaca y la carne de res. Pero los aztecas siguen comiendo guajolote, como no, y cocinando con tomates y jitomates y mucho chile, rico en vitamina C, al cual ahora ya pueden añadirle ajo y cebolla para lograr sabrosas salsas. Y untarlas en pan. Las aportaciones de los dos bandos han sido innumerables. Han pasado casi cinco siglos, y en 2016 continua maravillándonos que una treintena de olivos plantados por fray Martín de Valencia, en el siglo XVI, en Xochimilco y Tlahuac, produzcan año con año sendas aceitunas (pese a la prohibición del aceite y del vino en la Nueva España, este ultimo “permitido” en la Nueva Galicia y otros territorios) o que la cocción bajo tierra, como en el caso de la barbacoa, se realice ininterrumpidamente desde lejanos tiempos prehispánicos, nada más que ahora con la carne de borrego. A este feliz encuentro de dos grandes pueblos debemos, además, que existan los chilaquiles con crema, la Rosca de Reyes o el pan de muertos, los tacos de carnitas, los tamales cocinados con manteca, los quelites con queso, el pozole de puerco (ya sin carne humana), las manzanas acarameladas… y el mole, que en el pueblo de san Pedro de Actopan, al sur de la Ciudad de México, se acostumbra preparar almendrado. El sabor de este mole resulta “castellano y morisco, rayado de azteca”. No ha faltado quien intente ubicar las raíces del mole en los países asiáticos o africanos de donde eran muchas de las cocineras de las monjas ricas de México y Puebla, por ejemplo del convento de Santa Rosa. ¿Es el mole un curry con ingredientes locales?, ¿se trata, tal vez, de un plato árabe, solo que enchilado? ¿Es, más bien, un molli, es decir, un guisado, solo que mestizo? En el mole se conjuntan la sofisticada cultura de la milpa y la más longeva tradición del mediterráneo. Adicionalmente diremos que gracias a este rico mestizaje, que celebramos todos los días al comer, contamos con la destilación, proceso que hace posible la existencia de los mezcales, entre ellos el tequila, y del escabeche, de origen persa y ampliamente utilizado en el mundo árabe.

                Como se ha visto, el Altiplano Central se convierte, de buenas a primeras, en un verdadero laboratorio gastronómico, uno de proporciones internacionales, principalmente a partir de la fundación de los conventos, en los que no son infrecuentes los experimentos ni las golosinas, realizables gracias a la abundancia del azúcar, que en cambio escaseaba en los monasterios europeos. Estos procesos conventuales duran siglos enteros, y en ellos interviene la influencia de africanos y asiáticos, como se ha dicho. Por cierto que vamos a ver lo que comía una monja en la primera mitad del siglo XIX, según un estudioso: “A las cinco de la mañana se le da atole de harina porque a esa hora no le gusta el chocolate; a las siete, atole de maíz; a las nueve toma dos cosas para el almuerzo; al medio día, caldo, sopa, puchero, guisado y dulce. A las seis de la tarde se le da chocolate, y a las nueve de la noche, asado, guisado y frijoles”. Felices épocas en las que ni la diabetes ni la presión alta preocupaban a nadie, por lo visto. El siglo de Oro español es también gastronómico, y esto se debe en gran medida a lo que ocurre al interior de los conventos de México y otras ciudades. Ahí se revolucionan las recetas prehispánicas, mestizas y criollas, volviéndose… barrocas. A manera de ejemplo veamos una receta de Sor Juana Inés de la Cruz, el gigote de gallina: “Pon una cazuela untada de manteca y luego una capa de gallina y luego otra de jitomate, cebollas rebanadas, clavo, pimienta, canela, cominos, cilantro, ajos en pedacitos, perejil en lonjitas y azafrán y así continuaras y al último; lonjas de jamón y vinagre puesto a cocer su caldo necesario, chorizones, pasas, almendras, aceitunas, chiles y alcaparras. “¡Una autentica fiesta barroca, como los propios versos de la religiosa!”

                El XIX, por su parte, es el siglo de las intervenciones extranjeras, que desde luego también aportan a la gastronomía capitalina. A partir de la presencia estadounidense de los años cuarenta en la capital, por ejemplo, surgen las cantinas, una evolución del saloon gabacho, y hay mucho que podemos decir de los usos y costumbres que se han ido gestando en las cantinas de la Ciudad de México, donde hoy acostumbramos pedir para comer una oreja de elefante (una enorme milanesa de puerco empanizada, orgullosamente ideada en la colonia Guerrero) o para beber un submarino (cerveza con tequila, creación de la extinta cantina El Submarino.). Los franceses, que también rondan las calles de la Ciudad de México por aquel siglo, como también lo hace la corte del emperador Maximiliano, aportan la novedad de los restaurantes (a partir de la Revolución Francesa), principalmente en los hoteles más fufurufos, y popularizan el café y provocan la fundación de pastelerías francesas como l Globo, (distintas a las vascas, además de que provocan el cambio de nombre a los platillos de toda la vida. El cocido es ahora un pot au feu, el guisado un gigot, el queso un fromage. “Nombres crípticos y desorientadores”, dice Salvador Novo. Es aquella la época de la importación de platillos extranjeros. Sinn embargo, el pueblo raso sigue comiendo en los figones populares, por lo general ubicados cerca de las pulquerías. Es famosa la fonda del Conejo Blanco, por ejemplo, en donde la gente de a pie no comía mejor ni peor que en el Castillo de Chapultepec o en los elegantes tivolis. Sencillamente diferente. No olvidemos que en México no existe una real diferencia entre la alta gastronomía y la comida popular. Las enchiladas de mole de nuestra casa son universales, o el fresco jugo de naranja que bebemos, o deberíamos, cada mañana. O la sencilla tortilla con chile, que si lo pensamos bien no es tan sencilla, y es comida por millones de mexicanos todos los días.

 

Comprando tortas de tamal en la Colonia Obrera. Ciudad de México.

Otro lujo capitalino son los antojitos, como las quesadillas fritas que uno puede comerse en el mercado de Coyoacán, servidas en un plato con plástico, o por ejemplo, la torta compuesta, ideada por un niño de 11 años de la colonia Guerrero en 1892. Este niño, Armando, comienza a vender sus tortas en el Portal del Águila de Oro, hoy calle 16 de Septiembre, a unos pasos del lujoso restaurante porfirista Syklvain, y se vuelven una sensación. Dice don Artemio del Valle Arizpe: “Era un placer grande el comer estas tortas magnificas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad”. La tortería de Armando aún existe, ahora en los rumbos de San Hipólito, también en el centro. Y las compuestas no son las únicas tortas famosas de la Ciudad de México. Están las de Don Polo, en la colonia del Valle, que se cuentan que fueron las primeras en hacerse a la plancha, o las cubanas, ideadas en un local de la calle Republica de Cuba: de ahí el nombre. O las de Texcocana, de aguacate, de sardina; y las de pavo en Motolinia y el Palma.

 

 

Y podemos extendernos más hablando de tortas, enchiladas y demás delicias, pero terminemos de una vez en el presente, tiempo delicioso en el que conviven los tecolotes del muy capitalino Sanborns, la cerveza artesanal (que empezó a hacerse en la Nueva España ya desde el siglo XVI), muchísimo refresco de cola, pan dulce sabor “Nescafe”, los “Dorilocos”, ¡los romeritos (navideños y con camaroncitos de agua dulce)!, los machetes del barrio de los Ángeles que son quesadillas gigantes, las petroleras de Azcapotzalco que son huaraches gigantes, el sushi a la mexicana con chilitos toreados y Tampico y queso filadelfia, los cacahuates japoneses que en realidad son de la Merced, los salchipulpos, los tacos que preparan los taqueros de Arandas o en los Cocuyos (cabeza, etcétera) y asimismo los tacos de guisado, las “guajolotas” que son tortas de tamal, la comida kosher para las comunidades judías, el filete “Chemita” del centenario restaurante “Bellinghausen” o la cantina asturiana El Sella, las quesadillas de tortillinas que todos nos hacemos en casa, el café del Jarocho o el Jekemir, los molletes con pico de gallo que a veces parece tabule, los tacos al pastor (de raigambre árabe), los muy mestizos frijoles charros, las rebanadas de pizza del metro o la pizza de chilaquil, la sopa “Maruchan” con salsa “Valentina”, el caldo Xochilt, los helados de la Especial de Paris o La Siberia, los esquites, los desayunos los domingos en los Azulejos, las cenas en El Popular o la Pagoda con pan “chino”, los vikingos del Oxxo, la salsa Tabasco para los extranjeros, los tacos de suadero, el mole de olla, los refrescos de oronja con sal y limón en las calles del centro, las jicaletas azules, los sabores ácidos, las gelatinas y los flanes de carrito, los merengues, los camotes y plátanos con crema, los platanos fritos en el tianguis, la sopa de hongos en la Marquesa, la cocina prehispánica del restaurante Don Chon, la flor de calabaza y el cuitlacoche, la veloz gentrificación y sus veloces modas gastronómicas, las alitas el pastrami y el rosbif del Mercado de San Juan, los chefs de fama internacional, el taco de canasta (de origen prehispánico), las yucatecas marquesitas, los ostiones -de moda ahora mismo en la colonia Roma-, el agua de limón con chía, los sopes y tlacoyos en cada esquina y desde hace mucho, el chamorro los viernes en las cantinas, los tacos del “chupacabras”, que no sabemos de que están hechos, el mextlapique /(ratatouille mesoamericano), las gomichelas de Coapa o las micheladas de la Lagunilla los domingos al mediodía, la carne a la tampiqueña, las tortas gigantes, las pupusas o arepas o helados cubanos en el Mercado de Medellín, los pambazos, las flautas de barbacoa… Con tanta mezcla, ¿se degrada la comida de la Ciudad de México, o más bien va mejorando? Podemos verlo como integrados o como apocalípticos, pero una cosa es cierta: la gastronomía capitalina, y en general la mexicana, se caracteriza por su carácter guerrero y da la impresión de tener más el propósito de satisfacer antojos que de nutrirnos, y eso ya habla mucho de nuestra cultura. Pero quizá me equivoque.

¿De qué aspectos de la cultura sonorense hablara la comida de Sonora? Nuestra cocina capitalina, pues, va mucho más allá de las quesadillas sin queso o de aquella sentencia de Humboldt que dice que nuestro estado natural es la indigestión. Funciona para estimular el gozo. Llega a ser estridente. Participa de la denominación de Patrimonio Cultural de la Unesco. Vive, respira, se exporta y hasta se importa. La comida mexicana nos importa mucho, y es una bendición que existan estos espacios.

 

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